Nunca fuimos realmente amigas, coincidimos en el espacio-tiempo durante un año y nos llevábamos aceptablemente bien. Tenía la obsesión adolescente de hacer ver que todos los tíos estaban locos por ella. Los detalles que insistía en contar constantemente confirmaban que exageraba o mentía, según el momento. Hoy estoy segura de que lo hacía sin maldad, cada una se protege como puede.
Apenas veinte minutos después de nuestro primer encuentro me contó la historia de un chico que había conocido en un viaje, un flechazo sin precedentes en los telefilmes del mediodía. Él vivía lejos y la distancia lo hacía todo más difícil. Además, decía ella, cuando hablaban por teléfono se ponía nerviosa, no conseguía decirle lo que quería y siempre acababan discutiendo. En este punto de la historia yo, un poco incomoda por la confesión sin haber tenido siquiera tiempo para conocernos, le sugerí que le escribiese una carta y que se sincerase con él en lugar de hacerse la interesante por teléfono.
No sé si es exacto decir que la idea fue un éxito, porque fui nombrada inmediatamente redactora de la carta sin siquiera preguntarme si quería hacerlo. Metida a la fuerza en el papel de mejor amiga por sorpresa y por ser el primer día, me pilló con las defensas bajas y no supe negarme.
Aunque enfrentarte a tu cursilería adolescente es doloroso, me da pena no haber guardado una copia de la carta. Lo que sí es seguro es que fue lo suficientemente buena como para que el muchacho, que no le cogía el teléfono desde hacía un mes, la llamase emocionado y se disculpase por haber ignorado a un ser tan lleno de sentimientos. Por supuesto, ambos lo echaron todo a perder en la primera conversación y volvieron a no hablarse nunca más. La palabra escrita no cambia el mundo, solo crea la ilusión.
Con la perspectiva del tiempo creo que fui la que más provecho sacó de la situación porque tomé conciencia en ese mismo momento del poder de un papel bien escrito. Aquella carta no era para él, en realidad no era para nadie o más bien, podría haber sido para cualquiera, un ejercicio de estilo en tiempo real. Por eso, seguramente, no recuerdo ni una sola de las palabras que escribí pero tengo grabada la sensación de satisfacción.